PALABRAS PARA VIVIR

A vosotros que amabais esta vida y esta tierra.

Si hoy resulta difícil escribir, estas horas aún resulta más difícil vivir para los familiares y amigos más directos de las dieciocho personas fallecidas el domingo en Sant Cristòfol. Es paradójico que uno de nuestros paisajes más bellos, más abiertamente solemne, haya dado la vuelta al mundo por la peor tragedia que podamos recordar entre nosotros.

Cada catástrofe humana tiene su propio recorrido y tras el impacto general deviene la verdad de los rostros, nombres y apellidos que superan la traza de la tinta en los periódicos. Nuestros ojos en sus ojos penetran en un mundo propio y cómplice de tantas caras de una vida truncada con sus centenares de redes que ahora se tejen desde el dolor y unen en un territorio diverso la geografía del sentimiento.

Y al paso, emergen las ausencias por doquier. Primero en los alrededores del corazón más próximo, padres e hijos, hermanos perdidos en la derrota de la vida. Y al lado, los compañeros del alma que en el transcurso de la vida cada uno va incorporando desde la libre adhesión y se convierten en árboles de un bosque creado a tu siempre imperfecta medida. Y más allá, también estamos todos. Una comarca, un pueblo, un país sumergido en el silencio, atrapado en los brazos gigantes de la depresión, sometido a la ley incorregible del destino.

Aquí el invierno es largo. Y tan ancho que a veces le come semanas, meses enteros a la deseada primavera. Tenía que ser en invierno cuando esta tierra vive escondida entre las piedras su autenticidad a las hogueras del solsticio, en el sueño imposible de ahuyentar los malos espíritus.

El tiempo de dolor mantiene su dura cadencia y el consuelo parece la más lejana utopía. Sin embargo, por ellos, por la vida inmensa que había aquella mañana en la sala del albergue –un espacio tan trabajado por los jóvenes de La Todolella que en la década de los 90 reconstruyeron legajos vivos de la memoria-, por ellos, por la alegría que da tener amigos, manos entre manos. Por ellos, debemos levantar la mirada.

No hay fronteras ni para el cariño ni para la tristeza, ni para llorar ni para reír, ni para soñar. La primera identidad de todos era la amistad, el regalo más preciado en mundos individualizados donde hay quien argumenta que sólo – en la unicidad – la vida es posible. Juntos y con la música de Ppyote hay esperanza.

De las experiencias más duras también caben aprendizajes. La solidaridad en los distintos pueblos, dentro y fuera, de instituciones y de todo tipo de entidades da noticia de un espíritu que anida en hombres y mujeres demasiadas veces recóndito, pero que ahora, por fin, sobrevoló entre nosotros. Es el milagro de la reconciliación con ese ser humano sólo y soberbio que tantas tardes sacamos a pasear.

También las dudas sobre el ejercicio del derecho a la información y su relación con otros preceptos constitucionales como el derecho a la intimidad. Participamos de un universo donde las buenas noticias no son noticia y los augurios de aquella cándida película primera plana que denunciaba el sensacionalismo, han sido superados de largo por el acontecer diario de demasiados medios. Como casi siempre la realidad supera a la ficción.

La desgracia nos ha puesto ante el espejo. Somos hijos de una tierra dura, tantas veces áspera como cálida de afectos, somos pocos pero más de los que seríamos si nos hubiéramos dejado caer por la escalera de la inercia de una desaparición anunciada. No estamos solos, aunque muchas noches de invierno lo sintamos en lo más adentro del alma. Existimos, tenemos voluntad de ser y desde el recuerdo -gracias al recuerdo- hemos levantado la vista y miramos hacia delante.

De este autobús a veces destartalado y viejo, no se baja nadie. Gracias por haber creído en esta tierra.