Corrupción y responsabilidades políticas

El hedor de la corrupción ha invadido los titulares de los medios de comunicación estos últimos días y el efecto Marbella desgraciadamente no nos suena a desconocido.

De los pecados capitales de la política, el peor, sin duda, es la corrupción. Aprovechar una posición de poder para enriquecerse no es sólo un delito grave contra la sociedad, es una indignidad que hiere la confianza de los ciudadanos en la democracia.

La política debe defenderse, debe poner la suficiente distancia y debe establecer garantías para evitar el daño colateral más grave que acontece cuando se generaliza y la sospecha se universaliza urbi et orbe.

El estado de derecho funciona cuando los controles actúan adecuadamente y la justicia impone el respeto a las reglas del juego con el velo sobre los ojos, sin miradas especiales.

Pero para la represión de la corrupción en la política no sólo existe el espacio judicial.

Los políticos en quienes los ciudadanos han depositado su confianza para gestionar los recursos comunes y para representarles en las instituciones tienen más responsabilidades que depurar.

Mimetizar responsabilidades judiciales y políticas es una coartada defensiva en las más de las ocasiones pero no obedece en ningún caso al buen gobierno exigido en cualquier democracia de nuestro entorno.

Porque –por ejemplo- no pagar a Hacienda podrá ser un delito si la cifra supera los 25 millones de antes sin declarar pero es un hecho grave que implica el cese inmediato del cargo público. Eso, sí, en cualquier país…no por aquí.

Porque –por ejemplo- mediar para conseguir beneficios de una empresa de la que se es dueño, podrá ser en un proceso judicial delito de tráfico de influencias, pero en términos políticos, es de manual la exigencia de responsabilidades políticas.

Porque –por ejemplo- si un político no es capaz de explicar coherentemente de donde han salido 50 millones escondidos en casa en un registro, o el cobro de 100 millones en un año cuando se está full-time dedicado a los asuntos públicos, podrá tener su respuesta judicial, pero descubierto el pastel, el político de turno no merece representar a nadie.

Judicialmente el ciudadano-político tiene garantizada por la Constitución la presunción de inocencia pero sus deberes con la sociedad le exigen un comportamiento ético y la transparencia es una obligación inexcusable.

No hay ninguna acción terapeútica más eficaz que la asunción de responsabilidades políticas cuando se produce la evidencia de una desviación en el uso del poder.

El político que cobardemente se refugia en recursos como la prescripción, le instiga un nuevo daño a la política porque se sirve de ella para defenderse como ciudadano infractor.

Si la indignidad del político no lo hace posible, su partido debe hacerlo porque ningún partido democrático puede contemplarse desde la sospecha.

De no actuar sólo queda el título de aquella canción que tan bien interpretaba la inolvidable Rocío Dúrcal, Sombras nada más.