La economia, estupido

La crisis inmobiliario-financiera estadounidense ha generado una tempestad de incertidumbre en todos los mercados y la economía globalizada se ha resentido. Ya se sabe que cuando una potencia como Estados Unidos estornuda, el constipado se internacionaliza.

Y de esta manera, la economía que había pasado desapercibida en el debate político de toda la legislatura, ha pasado ahora a monopolizar la agenda. Una ínfima parte de las acciones de fiscalización de la oposición conservadora tuvieron alguna cosa que ver con los asuntos económicos. El terrorismo, las supuestas rupturas de España o de la familia y otras catástrofes han sido los temas elegidos para derrotar al gobierno.

Ahora, a pesar de que los números del crecimiento económico nos sitúan muy por encima de la media europea, que durante esta legislatura se han creado tres millones de puestos de trabajo, que se ha rebajado en más de tres puntos el paro, que hay más población activa que nunca, que España se ha convertido en la octava potencia mundial y que la renta per cápita española ha superado a Italia, la sombra alargada de la crisis -interesada en términos políticos o real también en diversos ámbitos- emerge como la cuestión.

Otra vez se pone de moda el aserto sobre el que pivotó la campaña del primer Clinton: la economía, estúpido, la economía. El hecho diferencial principal –es mucha la distancia- es la propia realidad de una economía potente, solidificada en los últimos cuatro años, nada comparable a la herencia del primer Bush que situó al país en unos parámetros de deuda pública enorme al tiempo que caía la productividad y el empleo.

El gobierno de España se encuentra en una buena situación para actuar en este momento porque a diferencia por ejemplo del consell de la Generalitat, ha preparado las cuentas públicas para coyunturas de menor crecimiento y no ha descontrolado la deuda como el gobierno autonómico. Es posible aplicar políticas de impulso porque en tiempo de bonanza se ha logrado ahorrar y alcanzar el superávit presupuestario.

Es posible y necesario un debate sereno de cómo afrontar la nueva situación pero el catastrofismo que ha acompañado al PP en todo este recorrido no genera remedio sino enfermedad.

Las otras elecciones

La cruzada iniciada hace unas semanas por una parte significativa de la jerarquía católica española, ha generado mucho ruido en la antesala de las elecciones generales y también en la fase previa de la designación de la nueva dirección de la conferencia episcopal.

La diatriba de los obispos contra el gobierno no se compadece demasiado con la realidad de los hechos de una legislatura en la que los desencuentros han venido más inducidos por la ideología preexistente que por la evidencia de los acuerdos y de un discreto reforzamiento de la separación entre Iglesia y Estado.

España aún tiene etapas pendientes en la extensión del estado del bienestar y, por tanto, en las políticas de ayuda a la familia pero ha sido este gobierno quien más ha hecho en esta dirección en más de una década. La ley de la dependencia abre la nueva dimensión de un pilar social para producir desde el derecho una red de protección que salvará a numerosos entornos familiares de la angustia de la soledad ante la desgracia y facilitará la convivencia.

Pero hay más: se ha puesto en marcha el cheque-bebé, se han duplicado las becas, se ha legislado para hacer posible la conciliación familiar… Por tanto ¿por qué tanta radicalidad en el discurso de la jerarquía en defensa de una institución - según su acelerado verbo- absolutamente amenazada?

La presencia de los sectores más ultramontanos en las manifestaciones suma la acción política de los obispos que se han puesto la camiseta para conseguir el regreso al gobierno de la derecha con la propia dinámica electoral interna y así conseguir la presidencia de la conferencia episcopal apartando el talante del obispo Blázquez que ha sufrido el acoso de los obispos más reaccionarios desde el mismo día que perdieron con cierta sorpresa la batalla por el poder de los purpurados.

En fin, la lucha por el poder en el seno de la Iglesia en una versión casi tan descarnada como el reciente episodio Gallardón en la acera más estrictamente partidaria.

Sin embargo, la pluralidad de una sociedad tan compleja como la nuestra no obedece a la simplicidad del mensaje de la jerarquía. La Iglesia es mucho más, afortunadamente.

Lo hemos visto recientemente con la elección de Adolfo Nicolás como nuevo superior de los jesuitas. En su primera homilía señaló que la tarea de los jesuitas es anunciar la salvación a las naciones, pero no entendidas como territorios geográficos, sino como grupos humanos. “Los pobres, los marginados, los excluidos y los disminuidos, éstas son las naciones”.

Se ponía al lado así de millares de personas que han dedicado toda su vida a la cooperación con el tercer mundo en situaciones de extrema austeridad y que a cualquier persona más allá de sus convicciones religiosas, produce respeto, mucho respeto, y en mi caso, sincero reconocimiento.

Alguien me comentó un día con cierta sorna que la peor defensa de la Iglesia la configuran algunos representantes de esa jerarquía tan alejada y, al tiempo, tan cercana al mundanal ruido.

Al final el gran activo de este gobierno es la libertad. La posibilidad de expresarse como lo hacen los obispos aunque su objetivo sea cercenar la libertad de los demás, es un ejemplo bien claro de lo que es una sociedad democrática avanzada en donde el respeto es un viaje de ida y vuelta.

Ahora cuando el recién nombrado cardenal arzobispo de Valencia alza su voz por los supuestos peligros que acechan a la constitución, no puedo evitar oír el silencio atronador del citado prelado en aquellos días ennegrecidos ejerciendo de asesor del Ministerio de Educación de Franco cuando la libertad era sinónimo del malvado libertinaje. Al señor García Gascó hoy acérrimo enemigo de la asignatura de educación para la ciudadanía jamás le preocupó la difusión obligatoria de la formación del espírtu nacional.

Reconfortan las palabras del superior de los jesuitas cuando algunos sueñan con las misas de espalda a los fieles y la recuperación del latín porque quizás cuando menos se entiende más esotérico es el discurso.

La dialéctica ahora no es Iglesia-Estado, más bien el conflicto de siempre entre conservadores y progresistas en un escenario donde el dogmatismo cada día huele más a un viejo vicio del maniqueísmo que sólo amaga la sordidez de la lucha por el poder.