25 años de afirmación municipal y de agenda pendiente.

De entre los avances indudables que han jalonado los años de Constitución, el espacio local democrático ha sido, sin duda, una seña de identidad básica de este periodo. Nuestros pueblos y ciudades salieron del gris urbano, de la falta escandalosa de infraestructuras y servicios con el tesón y las grandes dosis de ilusión de las primeras corporaciones democráticas.

Los ayuntamientos fueron para el franquismo el primer mecanismo de control de un sistema que perseguía la libertad y asfixiaba las capacidades de desarrollo público del país. Desde el principio, tras las elecciones del 79, los alcaldes y concejales impulsaron el cambio profundo de estructuras sociales porque, si importantes han sido las transformaciones urbanísticas, no lo han sido menos las implicaciones de los gobiernos municipales en el reforzamiento del estado del bienestar.

La acción local ha crecido con los días y se ha impuesto una visión de proximidad que garantiza una solución más rápida, cercana y eficaz de los problemas de la sociedad. Sin embargo, no podemos obviar las dificultades y las carencias de todo este proceso de modernización del estado que ha descentralizado y ha creado un nuevo estatus institucional sin resolver la agenda local.

Durante estos 25 años han sido frecuentes las alusiones a la hora de los ayuntamientos

como expresión de la deuda política y financiera con el mundo local que tanto ha aportado a la adhesión democrática de la ciudadanía. Las proclamas, sin embargo, han dado escasos frutos prácticos, siempre lejos de las expectativas generadas por las sucesivas promesas en formas de pactos locales.

El desarrollo institucional del país no puede permitirse el lujo de este aplazamiento sine die del compromiso con los ayuntamientos para afianzar decisivamente el impulso democrático, la capacidad de participación de los ciudadanos, la autonomía local y el principio de subsidiaridad.

El ciclo político liderado por el PP ha sido especialmente frustrante por toda su visión recentralizadora y, sobre todo, incapaz de respetar la lealtad institucional .

Desde lo local se puede cambiar lo global porque los protagonistas son los ciudadanos con nombres y apellidos, con cara y ojos, lejos de las estadísticas frías que tantas veces definen los destinos.

La nueva oportunidad que se nos presenta no admite más dilaciones. Confiar en los ayuntamientos –darles más competencias y más financiación- es confiar en los ciudadanos, en su capacidad para decidir y para equivocarse si llega el caso.

Que las nuevas urgencias no arrinconen otra vez la ambición local, la frontera de la proximidad que fortalecerá las alas de la democracia.

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