Mujeres

No me cabe ninguna duda que éste va ser el siglo de las mujeres. Entre muchas otras razones porque conservo la fe en el género humano debido a un cierto optimismo antropológico que no siempre –debo confesales- es complacido por la realidad.

Las conquistas de los derechos humanos nunca han sido fáciles, más bien siempre han costado demasiado por más obvias que nos parezcan esas reivindicaciones años después.

Sin ir más lejos así nos pasa con el 75 aniversario de la consecución por primera vez en la historia de España del voto femenino. La diputada Campoamor consiguió a pesar de las más duras reticencias en todos los campos ideológicos e –incluso- lo más doloroso entre las propias mujeres diputadas, que el parlamento de la segunda República hiciera efectivo un derecho hasta el momento privado con toda naturalidad a la mujer.

Desgraciadamente pocos años después españolas y españoles vieron al unísono como les era arrebatada la libertad durante 40 largos años de silencio y la mujer era destinada al rol secundario de la sección femenina, brazo falangista para la segregación de sexos y la humillación de la mujer.

La ley de igualdad que el gobierno ha remitido al Congreso de los Diputados representa una nueva generación de avances para superar lastres de toda una historia jalonada de despropósitos en el tratamiento de la mujer.

Recuerden –porque hay que recordarlo- que hace tan sólo unos siglos la Iglesia determinaba sin mayor escozor de conciencia, la ausencia de alma en los seres humanos de género femenino y hasta hace cuatro días el código civil español no distaba demasiado en lo que a esta cuestión se refiere, de las concepciones más arcaicas vigentes entre los fundamentalismos que ahora con razón nos escandalizan.

Cada vez que se incorporan requisitos paritarios a través de la discriminación positiva, surgen voces graves alertando de lo insensato de la imposición y con argumentos a veces sólidos, otros simplemente ventajistas, proclaman que sólo el mérito genera igualdad.

¿Pero de verdad se puede tratar como iguales a quienes por la fuerza de los hechos históricos incontestables, no lo son?

Las denostadas cuotas electorales han conseguido que la incorporación de la mujer a la política sea diametralmente diferente a las primeras legislaturas de la democracia cuando sólo tenían un papel testimonial. En ese camino sin duda se habrán cometido errores y, si se quiere, injusticias pero el resultado es un avance indiscutible de la equidad en la corresponsabilidad.

Ahora se trata de dar un paso más. La sociedad en todos sus ámbitos debe facilitar el acceso a las mujeres a puestos de responsabilidad que han sido concebidos para los hombres. No sólo en la política.

Si en la Universidad Jaume I, por ejemplo, ya hay más chicas que chicos graduándose, si cuando asistimos a la entrega de los premios extraordinarios la mayoría recaen en jóvenes estudiantes de sexo femenino ¿por qué aún el número de directivas en los más diversos sectores son un número casi ridículo?

Los cambios hay que empujarlos. La conciliación familiar mejorará nuestra vida la de todos, homres y mujeres, y la aportación de la fuerza de la mujer en muchos ámbitos dará oxígeno a estructuras demasiado encorsetadas por la estéril cadencia de las inercias.

La irrupción de la mujer debe contribuir a la humanización de las relaciones sociales y económicas. Lo peor en este proceso sería asimilar sin más los roles masculinos. El cambio para ser cambio debe significar aire fresco y para ello las mujeres deben ser ellas mismas no una mala copia.

Confiemos, amigos oyentes, en las mujeres. Será un buen trato.

Buena semana.

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