La sombra alargada del 11-M

Un año. Una eternidad. Un inapreciable momento. Los últimos días hemos vuelto a sentir el impacto del aniversario como la pesada losa de la memoria hipotecada. No hay dudas ni pesadilla de la que despertarse, el peso inapelable del tiempo no hace sino certificar la destroza de miles de personas invadidas por las ausencias.

Tras 365 días, aún estamos en el día cero de la vuelta a empezar entendida como un despegue espiritual capaz de levantar un vuelo moral donde los principios no sean instrumentos coyunturales de usar y tirar según conveniencia.

La enorme magnitud de la criminalidad, la gestión nefasta de la crisis, las consecuencias políticas han marcado la senda de este tiempo con terminales en los centros neurálgicos de la vida.

Primero, el dolor. El dolor no tiene color ni raza, ni religión, ni ideología. Las huellas del inmenso sufrimiento aparecen por doquier pero sobre todo en las bolsas, en el interior más profundo de los ojos, de hijos, de padres, de hermanos, de amigos, del desconsuelo. El discurso sobre las víctimas no se corresponde en demasiadas ocasiones con la inevitable realidad de los hechos. Las respuestas deben contestarse con la prontitud de la invocada prioridad y alejarse de ese despotismo que reza todo por las víctimas pero sin las víctimas. Les han robado todo pero su recuerdo nunca será el horror porque ésa sería la victoria final de la última versión del fanatismo totalitario.

También, la solidaridad. La sociedad golpeada rescata lo mejor de nosotros mismos, las ambiciones de humanidad que en los anclajes finales de nuestra primera estructura podemos reencontrar, incluso bañar de ternura. Parias del mundo unidos sin más bandera que la dignidad en un tren de lenguas diversas con un idioma único que al atardecer todos comprendemos. Todos fuimos Madrid y lo hemos vuelto a ser, y lo somos si no olvidamos nuestro común nombre de humanos.

Por supuesto, la verdad. Las melodías diversas nunca pueden justificar la mentira, la ocultación, la incautación de la emoción. Enquistarse cada uno en trincheras infranqueables lo único que consigue es lo peor de la historia que se empeña en repetirse.

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